Las tensiones acumuladas en el
reino de Aragón a lo largo del siglo XVI iban a culminar en su capital,
Zaragoza, los años 1590 y 1591. En la década de los ochenta, los distintos
organismos políticos se mostraban incapaces de solucionar los numerosos
problemas que afectaban a gran parte del territorio aragonés.
A las alteraciones de Teruel y Albarracín,
la proliferación de los bandoleros, la rebelión de los vasallos de Ribagorza,
el sangriento conflicto de montañeses y moriscos , se vinieron a sumar en
Zaragoza otros motivos de inquietud, tales como la llegada del marqués de
Almenara para iniciar el denominado pleito del virrey extranjero, el nombramiento de los
inquisidores Molina de Medrano y Juan de Mendoza y la ejecución de A. Martón.
Todo ello había contribuido a fortalecer la posición de los fueristas,
radicalmente opuestos al creciente intrusismo del poder absoluto, en el marco
de una monarquía de dimensión planetaria. La llegada de Antonio Pérez fue el
nuevo elemento añadido que contribuiría decisivamente a polarizar las tensiones
latentes y se convirtió en un pulso entre el monarca y los partidos locales
fueristas, pero la habilidad del propio Pérez le sirvió para desviar la
atención hacia su persona, granjeándose el favor popular. Cualquier decisión
que se adoptara contra él iba a encontrarse con la rotunda oposición del pueblo
zaragozano.
Antonio Pérez era descendiente de
judíos conversos de Monreal de Ariza. Tras finalizar su formación académica,
sucedió a su padre como secretario del Rey –Felipe II-. Se vio involucrado en
el asesinato de Escobedo, incondicional D. Juan de Austria –hermanastro del
Rey- y también del poderoso Duque de Alba. Tras estar encarcelado en varias
prisiones castellanas, escapó gracias a su esposa y se refugió en Calatayud
para, posteriormente, llegar a los señoríos de Urrea y Plasencia de Jalón. No
eligió Pérez este destino al azar. Acogiéndose a los protectores Fueros
aragoneses y, más concretamente al privilegio de manifestación, debido a la
procedencia de su padre, al que Carlos I había concedido el ser ciudadano de
Zaragoza, se puso bajo el dictamen de El Justicia Lanuza. Es muy posible que,
el perseguido se ocultara en la pequeña fortaleza cercana a Urrea y Bardallur conocida como “El Castilluelo”.
De aquí pasó a la cárcel foral
del Zaragoza bajo la custodia directa del Justicia Juan IV de Lanuza, el viejo.
La intervención de la Inquisición a petición del Rey, temeroso de que la
justicia aragonesa pudiera dejar sin castigo a Pérez, acusándolo de herejía,
excitó todavía más los ánimos de los fueristas y del pueblo zaragozano, siempre
reacios a admitir al Santo Oficio, y totalmente desacordes con sus modos de
proceder. La Inquisición en su Auto le privó de todos los derechos forales, lo
que fue interpretado por los zaragozanos como una pérdida de sus libertades
personales, que garantizaban los Fueros
aragoneses. Se sucedieron varios motines para evitar llevar al preso al Palacio de La
Aljafería, en los que influyó la actitud desafiante y altiva del propio Pérez.
La primera explosión de violencia
se produjo cuando el tribunal inquisitorial reclamó al Justicia de Aragón, Juan
IV de Lanuza, el viejo, la persona de Antonio Pérez, preso en la cárcel de los
Manifestados -cárcel de la "Libertad"
se la denominaba-. El 24 de mayo, fecha prevista para conducir a Pérez a la
Aljafería secretamente, el pueblo zaragozano, que tuvo noticia del hecho, se
amotinó, intentando en vano impedir el traslado. Los alborotadores, entre
quienes se encontraban caballeros, clérigos, artesanos, agricultores y
estudiantes, se dividieron en dos grupos. Parte se dirigió al domicilio del
marqués de Almenara , exigiendo del Justicia su prisión inmediata. Acompañado
de algunos lugartenientes del Justicia, Juan IV de Lanuza el viejo, detuvo a
Almenara, saliendo hacia la prisión escoltado por criados y algunos caballeros.
El Justicia quiso velar por la seguridad del preso y para ello previó su
traslado en un coche, pero los alborotadores se negaron a consentirlo y
obligaron a la comitiva a ir a pie, atacándola a continuación con el deseo de
dar muerte al marqués. Varios hombres resultaron heridos en el enfrentamiento y
entre ellos el propio Almenara, que fallecería catorce días más tarde en la
cárcel.
El segundo grupo de alborotadores
se dirigió a la Aljafería con la intención de rescatar a Antonio Pérez, ante el
rumor de que el Santo Oficio proyectaba su inmediato traslado a Castilla. Tras
intensas negociaciones con el virrey, el arzobispo y el zalmedina de Zaragoza,
los inquisidores, amedrentados por la presión popular, consintieron en devolver
al preso a la cárcel de la Manifestación.
Durante el verano del año 1591,
Zaragoza vivió una época de intensa agitación popular. Pasquines, sermones,
continua propaganda por la calle fueron los elementos de los revoltosos. Si el móvil
aparente era el caso de Antonio Pérez, en el fondo se estaban cuestionando
otros asuntos de mayor trascendencia como la viabilidad del sistema foral
frente a un nuevo concepto de la Monarquía, o instituciones como la
Inquisición. Los más radicales llegaron incluso a cuestionar la propia
Monarquía. Todos eran conscientes de que el motín el 24 de mayo no era más que
el inicio de un proceso cuyo final resultaba imprevisible.
Ante el cariz que estaban tomando
los acontecimientos, la alta nobleza comenzó a desmarcarse de los fueristas
exaltados. Los Diputados, un poco llevados por los acontecimientos y sometidos
a la doble presión popular y del monarca, intentaban solucionar el caso de
Pérez, tratando con la Corte de su vuelta a la cárcel inquisitorial, lo que no
iba contra los Fueros. Cuando por fin se llegó a un acuerdo sobre ello, las
autoridades decidieron dar la mayor publicidad al asunto y sus motivaciones,
para evitar que los fueristas pudieran esgrimir una vulneración de la ley
aragonesa.
Por su parte, el Gobernador del
Reino, a fin de impedir la repetición de sucesos como los del 24 de mayo,
adoptó medidas de seguridad extraordinarias distribuyendo por las calles de 1.500 a 2.000 soldados en la fecha prevista para el nuevo
traslado de Pérez. A pesar de todas precauciones, el 24 de septiembre se
repetían las escenas de cuatro meses antes. El preso fue entregado a los
inquisidores en las puertas de la cárcel de los Manifestados. El pueblo,
nuevamente amotinado impidió su traslado. Las precauciones del gobernador
fracasaron al sumarse parte de los soldados a los revoltosos. El Justicia tuvo
que ser protegido y retirado del gentío por sus allegados, muriendo poco
después el 22 de septiembre de 1591.
El descrédito de las autoridades era
total, al considerar que no defendían los Fueros aragoneses. La alta nobleza, a
excepción el conde de Aranda y del duque de Villahermosa, huyeron de Zaragoza.
Los amotinados pusieron en libertad a Pérez que aprovechó la ocasión para huir
de la capital el 10 de noviembre de 1591, cuatro días antes de que llegaran el
ejército castellano enviado por el Rey Felipe.
Anteriormente, el monarca Felipe
II de Castilla, Felipe I de Aragón, dado que su padre lo fue consorte de
Castilla pero no de Aragón, estuvo indeciso durante todo el verano, hasta que
se decidió a acabar por la fuerza con aquel estado de cosas. El 15 de octubre
comunicaba a las Universidades y Nobles del Reino que un ejército de 10.000
hombres acantonado en Agreda y capitaneado por Alonso de Vargas iba a entrar en
Aragón, donde permanecería "hasta restaurar el respeto debido a la
Inquisición y hasta lograr que el uso y el ejercicio de las Leyes y Fueros de
aquel Reino estuviere expedito y libre". La entrada de las tropas
castellanas, por tratarse de un ejército extranjero, suponía un grave
contrafuero y por ello informaba el deán de La Seo al monarca: "es muy
justo resistirles por los medios que las leyes de este Reino, dadas por
nuestros Reyes, presentan y disponen" y estos medios no eran otros que la
respuesta armada. La rapidez de los acontecimientos y la escasez de recursos
armados o de movilización restaba cualquier posibilidad de éxito a los
aragoneses. Las Universidades del Reino, a excepción de Jaca, Daroca, Teruel y
Caspe, con los pueblos de su entorno, se mostraron indecisas ante la orden de
los Diputados de que se les enviaran tropas. En Zaragoza comenzó a cundir el
desánimo. El 8 de noviembre Vargas entraba en Aragón. A su encuentro salió un
pequeño grupo de hombres mal armados, encabezados por el nuevo Justicia, Juan V
de Lanuza, el Joven, y por el viejo fuerista, Juan de Luna. Poco antes Aranda y
Villahermosa habían huido a su Casa Fuerte de Épila. A la vista de las tropas
castellanas, el 9 de noviembre, en Utebo, se produjo la retirada de Lanuza el Joven
y Luna, que se refugiaron también en Épila. Hubo una desbandada general entre
las tropas zaragozanas y Vargas, sin hallar resistencia alguna, entraba en
Zaragoza el 12 de noviembre. Los refugiados en Épila intentaron, cada vez con
menos vigor, continuar en la defensa de los Fueros .
Los partidarios más exaltados,
entre los que se encontraban como líderes Miguel Donlope y Martin de Lanuza y
Bergua, Señor de Biescas y familiar del Justicia, temiendo una fuerte
represión, huyeron a Francia, donde se encuentran con Antonio Pérez, ya a salvo en el Bearne, bajo tutela de la hermana de Enrique de Borbón y Navarra, futuro Rey de Francia.
Desde allí se planea una insurrección general en Aragón, que será apoyada por Francia, como maniobra de distracción para incomodar a su poderoso vecino.
El monarca, una vez controlada y ocupada
Zaragoza, inició una fuerte represión, contra el parecer de Vargas. La
Inquisición por un lado y la justicia real por otro condenaron a numerosas
personas por su participación en los hechos, entre las que se pueden destacar a
Diego de Heredia, Juan de Luna, el pelaire Pedro Fuertes y el jacetano
Francisco de Ayerbe condenados a la pena capital tras ser sometidos a riguroso tormento.
El Justicia, juntamente con su
primo hermano el Conde de Aranda, Luis Ximénez de Urrea y Lanuza -Señor de Urrea y otras poblaciones
del Valle y otros puntos de Aragón-, el Duque de Villahermosa Fernando de
Aragón y Gurrea, que era señor de Pedrola y otras poblaciones próximas, y otras
personalidades, se trasladaron a Zaragoza confiados que no habría
represión, pero fueron apresados el 19
de diciembre, siendo trasladados a Castilla donde morirían, presos, en extrañas
circunstancias. En la misma fecha era detenido el Justicia, quien, según orden
directa del rey, a propuesta del Consejo de Aragón de escarmentar a los
sublevados, debía ser ejecutado inmediatamente. Así sucedió el 20 de diciembre
de 1591, Juan V de Lanuza el Joven, fue ejecutado en la Plaza del Mercado de
Zaragoza, dos meses y veintiocho días después de su designación. Lupercio
Leonardo de Argensola cuenta como vio su ejecución: “... llegó a la plaza enterneciendo
a todos los del exército (que de la ciudad no asistió gente a tal espectáculo),
porque demás de su edad y apacible presencia, que siempre en semejantes trances
es más notada, salía con el mismo luto que pocos días había traído por la
muerte de su padre, y sin cuello en la camisa. Córtole el verdugo la cabeza y
con poco respeto llegó a quitarle unas medias de seda; pero un gobernador de
una tropa del exército, dándole con un palo, le mandó que las dexase, y que no
tocase un hilo de aquel cuerpo. Después los caballeros y capitanes del exército
le llevaron en hombros hasta el monasterio de San Francisco, donde está su
sepultura...”.
Muchos fueron los que abandonaron
la ciudad, temiendo que la represión se generalizara. En la madrugada del
20-XII-1591, con la ciudad envuelta "en luto y silencio", como narra
Argensola, era ejecutado, sin juicio previo, Juan de Lanuza. Su decapitación
causó una gran impresión entre los aragoneses. El conde de Luna, afecto al
monarca, escribía: "las mujeres decían que no deseaban parir, ni enjugar
los ojos de lágrimas, ni dar leche a sus hijos, otros codiciaban la muerte,
diciendo que mil veces eran bienaventurados los que habían muerto sin ver las
insolencias en Aragón".
Con su muerte ejemplarizante, y
la represión sobre familiares y allegados, el linaje Lanuza va a dejar de
pertenecer a la Oligarquía bajomedieval que detentó el poder en Aragón en
nombre del Rey, como mayordomos, bayles o justicias de manera hereditaria.
Costumbre instaurada desde el nacimiento de la Institución del Justiciazgo. Los
Fueros fueron suspendidos y los poderes locales, sometidos a la Corona. La Monarquía, como había ocurrido mucho antes
en Castilla, se impuso a los fueristas y se confiscaron bienes y haciendas a
los sublevados, que serían devueltas en la medida que los ánimos se iban
calmando y los rebeldes apelaban a la clemencia real. El perdón real, con
Felipe III recién llegado al trono, para los Lanuza, tiene la particularidad de
ser sólo para el hermano del Justicia decapitado, Pedro de Lanuza y Urrea, que
consigue recuperar sus tierras y dominios, en plena expulsión de los moriscos,
pero con el gran deshonor de tener su escudo de armas boca abajo, como recuerdo
de la traición de su hermano.
No se resignaron los tercos fueristas aragoneses que huyeron a Francia, y en plena tormenta de nieve en Febrero de
1592, una tropa de exiliados y capitanes franceses atraviesan el Portalet, e invaden el Valle de
Tena. Es conocida históricamente como las Jornadas de los Bearneses, siendo uno
de sus lugartenientes Martín de Lanuza, llevando como escuderos a Jaime de
Lanuza y a su hermano, naturales de Apiés. La insurrección, que pretendía
vengar ofensas, vejaciones y traiciones en el bando de los fueristas desertores, apenas dura unas
semanas y fracasará rotundamente al no contar con el apoyo de la población montañesa, desbandándose en el momento que alcanzaron las tropas castellanas del ejercito de Vargas el propio Valle.
En Mayo de 1592 se celebraron Cortes de Aragón
en Tarazona. Felipe II de España obligó a los aragoneses a elegir Justicia a
voluntad del rey, se prohibió a los diputados convocar a los municipios sin
permiso real, el cargo de virrey sería designado por el rey, y se podría aplicar
pena de muerte a quien convocara a los aragoneses en defensa de las viejas
libertades forales; Felipe II de las Españas impuso a los aragoneses un tributo extraordinario de 700.000 libras jaquesas.
No eliminaría los fueros formalmente, pero consolido el absolutismo materialmente, y dejó claro que sobre
los derechos de los aragoneses la última palabra la tenía él, su mismo Rey.
Mandaba además construir el Santuario de Loreto con los bienes de los proscritos Lanuza del Norte, y mandó derruir el Palacio de los Lanuza en Zaragoza (actual Palacio de Sobradiel, que se ubica en la plaza de Santa Isabel, junto a la iglesia San Cayetano) y establece erigir la Ciudadela de Jaca y el Fuerte de Santa Elena en Biescas, en prevención de cualquier sublevación montañesa, pero sobre todo temiendo una nueva invasión de los belicosos gascones navarros.
Mandaba además construir el Santuario de Loreto con los bienes de los proscritos Lanuza del Norte, y mandó derruir el Palacio de los Lanuza en Zaragoza (actual Palacio de Sobradiel, que se ubica en la plaza de Santa Isabel, junto a la iglesia San Cayetano) y establece erigir la Ciudadela de Jaca y el Fuerte de Santa Elena en Biescas, en prevención de cualquier sublevación montañesa, pero sobre todo temiendo una nueva invasión de los belicosos gascones navarros.
El intento de desafiar el nuevo poder
absoluto, del que sería a todos los efectos el señor del mundo, estaba condenado al fracaso de
antemano. Los tiempos habían cambiado, y la monarquía que encarnaba la Corona
de Aragón, pactista y cercana a sus súbditos, se había transformado en un vasto
imperio, que no podía tolerar veleidades medievales ni instituciones forales, que
contravinieran sus actos ejecutivos y obligados designios. Las alteraciones sirvieron para precipitar en el
tiempo, algo que históricamente era inevitable al nacimiento de una gran nación e inherente a un estado moderno.
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