miércoles, 12 de febrero de 2014

LAS ALTERACIONES DE ARAGON: EL SEÑOR DEL MUNDO CONTRA LA MESNADA DE APIES (III)

Las tensiones acumuladas en el reino de Aragón a lo largo del siglo XVI iban a culminar en su capital, Zaragoza, los años 1590 y 1591. En la década de los ochenta, los distintos organismos políticos se mostraban incapaces de solucionar los numerosos problemas que afectaban a gran parte del territorio aragonés.
A las alteraciones de Teruel y Albarracín, la proliferación de los bandoleros, la rebelión de los vasallos de Ribagorza, el sangriento conflicto de montañeses y moriscos , se vinieron a sumar en Zaragoza otros motivos de inquietud, tales como la llegada del marqués de Almenara para iniciar el denominado pleito del virrey extranjero, el nombramiento de los inquisidores Molina de Medrano y Juan de Mendoza y la ejecución de A. Martón. Todo ello había contribuido a fortalecer la posición de los fueristas, radicalmente opuestos al creciente intrusismo del poder absoluto, en el marco de una monarquía de dimensión planetaria. La llegada de Antonio Pérez fue el nuevo elemento añadido que contribuiría decisivamente a polarizar las tensiones latentes y se convirtió en un pulso entre el monarca y los partidos locales fueristas, pero la habilidad del propio Pérez le sirvió para desviar la atención hacia su persona, granjeándose el favor popular. Cualquier decisión que se adoptara contra él iba a encontrarse con la rotunda oposición del pueblo zaragozano.
Antonio Pérez era descendiente de judíos conversos de Monreal de Ariza. Tras finalizar su formación académica, sucedió a su padre como secretario del Rey –Felipe II-. Se vio involucrado en el asesinato de Escobedo, incondicional D. Juan de Austria –hermanastro del Rey- y también del poderoso Duque de Alba. Tras estar encarcelado en varias prisiones castellanas, escapó gracias a su esposa y se refugió en Calatayud para, posteriormente, llegar a los señoríos de Urrea y Plasencia de Jalón. No eligió Pérez este destino al azar. Acogiéndose a los protectores Fueros aragoneses y, más concretamente al privilegio de manifestación, debido a la procedencia de su padre, al que Carlos I había concedido el ser ciudadano de Zaragoza, se puso bajo el dictamen de El Justicia Lanuza. Es muy posible que, el perseguido se ocultara en la pequeña fortaleza cercana a Urrea y Bardallur conocida como “El Castilluelo”.
De aquí pasó a la cárcel foral del Zaragoza bajo la custodia directa del Justicia Juan IV de Lanuza, el viejo. La intervención de la Inquisición a petición del Rey, temeroso de que la justicia aragonesa pudiera dejar sin castigo a Pérez, acusándolo de herejía, excitó todavía más los ánimos de los fueristas y del pueblo zaragozano, siempre reacios a admitir al Santo Oficio, y totalmente desacordes con sus modos de proceder. La Inquisición en su Auto le privó de todos los derechos forales, lo que fue interpretado por los zaragozanos como una pérdida de sus libertades personales,  que garantizaban los Fueros aragoneses. Se sucedieron varios motines para evitar llevar al preso al Palacio de La Aljafería, en los que influyó la actitud desafiante y altiva del propio Pérez.
La primera explosión de violencia se produjo cuando el tribunal inquisitorial reclamó al Justicia de Aragón, Juan IV de Lanuza, el viejo, la persona de Antonio Pérez, preso en la cárcel de los Manifestados  -cárcel de la "Libertad" se la denominaba-. El 24 de mayo, fecha prevista para conducir a Pérez a la Aljafería secretamente, el pueblo zaragozano, que tuvo noticia del hecho, se amotinó, intentando en vano impedir el traslado. Los alborotadores, entre quienes se encontraban caballeros, clérigos, artesanos, agricultores y estudiantes, se dividieron en dos grupos. Parte se dirigió al domicilio del marqués de Almenara , exigiendo del Justicia su prisión inmediata. Acompañado de algunos lugartenientes del Justicia, Juan IV de Lanuza el viejo, detuvo a Almenara, saliendo hacia la prisión escoltado por criados y algunos caballeros. El Justicia quiso velar por la seguridad del preso y para ello previó su traslado en un coche, pero los alborotadores se negaron a consentirlo y obligaron a la comitiva a ir a pie, atacándola a continuación con el deseo de dar muerte al marqués. Varios hombres resultaron heridos en el enfrentamiento y entre ellos el propio Almenara, que fallecería catorce días más tarde en la cárcel.
El segundo grupo de alborotadores se dirigió a la Aljafería con la intención de rescatar a Antonio Pérez, ante el rumor de que el Santo Oficio proyectaba su inmediato traslado a Castilla. Tras intensas negociaciones con el virrey, el arzobispo y el zalmedina de Zaragoza, los inquisidores, amedrentados por la presión popular, consintieron en devolver al preso a la cárcel de la Manifestación.
Durante el verano del año 1591, Zaragoza vivió una época de intensa agitación popular. Pasquines, sermones, continua propaganda por la calle fueron los elementos de los revoltosos. Si el móvil aparente era el caso de Antonio Pérez, en el fondo se estaban cuestionando otros asuntos de mayor trascendencia como la viabilidad del sistema foral frente a un nuevo concepto de la Monarquía, o instituciones como la Inquisición. Los más radicales llegaron incluso a cuestionar la propia Monarquía. Todos eran conscientes de que el motín el 24 de mayo no era más que el inicio de un proceso cuyo final resultaba imprevisible.
Ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos, la alta nobleza comenzó a desmarcarse de los fueristas exaltados. Los Diputados, un poco llevados por los acontecimientos y sometidos a la doble presión popular y del monarca, intentaban solucionar el caso de Pérez, tratando con la Corte de su vuelta a la cárcel inquisitorial, lo que no iba contra los Fueros. Cuando por fin se llegó a un acuerdo sobre ello, las autoridades decidieron dar la mayor publicidad al asunto y sus motivaciones, para evitar que los fueristas pudieran esgrimir una vulneración de la ley aragonesa.
Por su parte, el Gobernador del Reino, a fin de impedir la repetición de sucesos como los del 24 de mayo, adoptó medidas de seguridad extraordinarias distribuyendo por las calles de 1.500 a 2.000 soldados en la fecha prevista para el nuevo traslado de Pérez. A pesar de todas precauciones, el 24 de septiembre se repetían las escenas de cuatro meses antes. El preso fue entregado a los inquisidores en las puertas de la cárcel de los Manifestados. El pueblo, nuevamente amotinado impidió su traslado. Las precauciones del gobernador fracasaron al sumarse parte de los soldados a los revoltosos. El Justicia tuvo que ser protegido y retirado del gentío por sus allegados, muriendo poco después el 22 de septiembre de 1591. 

El descrédito de las autoridades era total, al considerar que no defendían los Fueros aragoneses. La alta nobleza, a excepción el conde de Aranda y del duque de Villahermosa, huyeron de Zaragoza. Los amotinados pusieron en libertad a Pérez que aprovechó la ocasión para huir de la capital el 10 de noviembre de 1591, cuatro días antes de que llegaran el ejército castellano enviado por el Rey Felipe.

Anteriormente, el monarca Felipe II de Castilla, Felipe I de Aragón, dado que su padre lo fue consorte de Castilla pero no de Aragón, estuvo indeciso durante todo el verano, hasta que se decidió a acabar por la fuerza con aquel estado de cosas. El 15 de octubre comunicaba a las Universidades y Nobles del Reino que un ejército de 10.000 hombres acantonado en Agreda y capitaneado por Alonso de Vargas iba a entrar en Aragón, donde permanecería "hasta restaurar el respeto debido a la Inquisición y hasta lograr que el uso y el ejercicio de las Leyes y Fueros de aquel Reino estuviere expedito y libre". La entrada de las tropas castellanas, por tratarse de un ejército extranjero, suponía un grave contrafuero y por ello informaba el deán de La Seo al monarca: "es muy justo resistirles por los medios que las leyes de este Reino, dadas por nuestros Reyes, presentan y disponen" y estos medios no eran otros que la respuesta armada. La rapidez de los acontecimientos y la escasez de recursos armados o de movilización restaba cualquier posibilidad de éxito a los aragoneses. Las Universidades del Reino, a excepción de Jaca, Daroca, Teruel y Caspe, con los pueblos de su entorno, se mostraron indecisas ante la orden de los Diputados de que se les enviaran tropas. En Zaragoza comenzó a cundir el desánimo. El 8 de noviembre Vargas entraba en Aragón. A su encuentro salió un pequeño grupo de hombres mal armados, encabezados por el nuevo Justicia, Juan V de Lanuza, el Joven, y por el viejo fuerista, Juan de Luna. Poco antes Aranda y Villahermosa habían huido a su Casa Fuerte de Épila. A la vista de las tropas castellanas, el 9 de noviembre, en Utebo, se produjo la retirada de Lanuza el Joven y Luna, que se refugiaron también en Épila. Hubo una desbandada general entre las tropas zaragozanas y Vargas, sin hallar resistencia alguna, entraba en Zaragoza el 12 de noviembre. Los refugiados en Épila intentaron, cada vez con menos vigor, continuar en la defensa de los Fueros .
Los partidarios más exaltados, entre los que se encontraban como líderes Miguel Donlope y Martin de Lanuza y Bergua, Señor de Biescas y familiar del Justicia, temiendo una fuerte represión, huyeron a Francia, donde se encuentran con Antonio Pérez, ya a salvo en el Bearne, bajo tutela de la hermana de Enrique de Borbón y Navarra, futuro Rey de Francia. Desde allí se planea una insurrección general en  Aragón, que será apoyada por Francia, como maniobra de distracción para incomodar a su poderoso vecino.
El monarca, una vez controlada y ocupada Zaragoza, inició una fuerte represión, contra el parecer de Vargas. La Inquisición por un lado y la justicia real por otro condenaron a numerosas personas por su participación en los hechos, entre las que se pueden destacar a Diego de Heredia, Juan de Luna, el pelaire Pedro Fuertes y el jacetano Francisco de Ayerbe condenados a la pena capital tras ser sometidos a riguroso tormento.
El Justicia, juntamente con su primo hermano el Conde de Aranda, Luis Ximénez de Urrea  y Lanuza -Señor de Urrea y otras poblaciones del Valle y otros puntos de Aragón-, el Duque de Villahermosa Fernando de Aragón y Gurrea, que era señor de Pedrola y otras poblaciones próximas, y otras personalidades, se trasladaron a Zaragoza confiados que no habría represión,  pero fueron apresados el 19 de diciembre, siendo trasladados a Castilla donde morirían, presos, en extrañas circunstancias. En la misma fecha era detenido el Justicia, quien, según orden directa del rey, a propuesta del Consejo de Aragón de escarmentar a los sublevados, debía ser ejecutado inmediatamente. Así sucedió el 20 de diciembre de 1591, Juan V de Lanuza el Joven, fue ejecutado en la Plaza del Mercado de Zaragoza, dos meses y veintiocho días después de su designación. Lupercio Leonardo de Argensola cuenta como vio su ejecución: “... llegó a la plaza enterneciendo a todos los del exército (que de la ciudad no asistió gente a tal espectáculo), porque demás de su edad y apacible presencia, que siempre en semejantes trances es más notada, salía con el mismo luto que pocos días había traído por la muerte de su padre, y sin cuello en la camisa. Córtole el verdugo la cabeza y con poco respeto llegó a quitarle unas medias de seda; pero un gobernador de una tropa del exército, dándole con un palo, le mandó que las dexase, y que no tocase un hilo de aquel cuerpo. Después los caballeros y capitanes del exército le llevaron en hombros hasta el monasterio de San Francisco, donde está su sepultura...”.
Muchos fueron los que abandonaron la ciudad, temiendo que la represión se generalizara. En la madrugada del 20-XII-1591, con la ciudad envuelta "en luto y silencio", como narra Argensola, era ejecutado, sin juicio previo, Juan de Lanuza. Su decapitación causó una gran impresión entre los aragoneses. El conde de Luna, afecto al monarca, escribía: "las mujeres decían que no deseaban parir, ni enjugar los ojos de lágrimas, ni dar leche a sus hijos, otros codiciaban la muerte, diciendo que mil veces eran bienaventurados los que habían muerto sin ver las insolencias en Aragón".
Con su muerte ejemplarizante, y la represión sobre familiares y allegados, el linaje Lanuza va a dejar de pertenecer a la Oligarquía bajomedieval que detentó el poder en Aragón en nombre del Rey, como mayordomos, bayles o justicias de manera hereditaria. Costumbre instaurada desde el nacimiento de la Institución del Justiciazgo. Los Fueros fueron suspendidos y los poderes locales, sometidos a la Corona.  La Monarquía, como había ocurrido mucho antes en Castilla, se impuso a los fueristas y se confiscaron bienes y haciendas a los sublevados, que serían devueltas en la medida que los ánimos se iban calmando y los rebeldes apelaban a la clemencia real. El perdón real, con Felipe III recién llegado al trono, para los Lanuza, tiene la particularidad de ser sólo para el hermano del Justicia decapitado, Pedro de Lanuza y Urrea, que consigue recuperar sus tierras y dominios, en plena expulsión de los moriscos, pero con el gran deshonor de tener su escudo de armas boca abajo, como recuerdo de la traición de su hermano.
No se resignaron los tercos fueristas aragoneses que huyeron a Francia, y en plena tormenta de nieve en Febrero de 1592, una tropa de exiliados y capitanes franceses  atraviesan el Portalet, e invaden el Valle de Tena. Es conocida históricamente como las Jornadas de los Bearneses, siendo uno de sus lugartenientes Martín de Lanuza, llevando como escuderos a Jaime de Lanuza y a su hermano, naturales de Apiés. La insurrección, que pretendía vengar ofensas, vejaciones y traiciones en el bando de los fueristas desertores, apenas dura unas semanas y fracasará rotundamente al no contar con el apoyo de la población montañesa, desbandándose en el momento que alcanzaron las tropas castellanas del ejercito de Vargas el  propio Valle.
En  Mayo de 1592 se celebraron Cortes de Aragón en Tarazona. Felipe II de España obligó a los aragoneses a elegir Justicia a voluntad del rey, se prohibió a los diputados convocar a los municipios sin permiso real, el cargo de virrey sería designado por el rey, y se podría aplicar pena de muerte a quien convocara a los aragoneses en defensa de las viejas libertades forales; Felipe II de las Españas impuso a los aragoneses un tributo extraordinario de 700.000 libras jaquesas. No eliminaría los fueros formalmente, pero consolido el absolutismo materialmente, y dejó claro que sobre los derechos de los aragoneses la última palabra la tenía él, su mismo Rey.



Mandaba además construir el Santuario de Loreto con los bienes de los proscritos Lanuza del Norte, y mandó derruir el Palacio de los Lanuza en Zaragoza (actual Palacio de Sobradiel, que se ubica en la plaza de Santa Isabel, junto a la iglesia San Cayetano) y establece erigir la Ciudadela de Jaca y el Fuerte de Santa Elena en Biescas, en prevención de cualquier sublevación montañesa, pero sobre todo temiendo una nueva invasión de los belicosos gascones navarros.

El intento de desafiar el nuevo poder absoluto, del que sería a todos los efectos el señor del mundo, estaba condenado al fracaso de antemano. Los tiempos habían cambiado, y la monarquía que encarnaba la Corona de Aragón, pactista y cercana a sus súbditos, se había transformado en un vasto imperio, que no podía tolerar veleidades medievales ni instituciones forales, que contravinieran sus actos ejecutivos y obligados designios. Las alteraciones sirvieron para precipitar en el tiempo, algo que históricamente era inevitable al nacimiento de una gran nación e inherente a un estado moderno.

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