miércoles, 6 de julio de 2016

ADELELME

Sanctus Adelelmus clarus extitir parentibus ortus,
clarior est factus virtute Dei decoratus.
Magnificat anima mea Dominum.

Nunca olvidaré el día en que canté por primera vez, y en público, esta magnífica pieza del Canto Gregoriano.  El gregoriano es una  oración cantada, sencilla, humilde, simple, medieval y directa, que popularizaran para la modernidad,  hace ya bastantes años, los Monjes del Monasterio de Santo Domingo de Silos, -siempre para deleite, y reposo espiritual, de estresados consumidores de Compact Discs, entre los que me encontraba-. La sensación estética producida al oír esas excelsas voces, no es nada comparado con la sentida al cantarlo en vivo, precisamente durante la festividad,  y ante la tumba, del que es Patrón de la Ciudad de Burgos, San Lesmes Abad (Adelelme),  siguiendo un antiguo Códice, que se conserva en la Biblioteca Nacional en Madrid. Recientemente, tuve el gusto de conocer al amanuense principal de dichas grabaciones, el insigne investigador, musicólogo, intérprete (primero cocinero o solista, antes que fraile o maestro de capilla), promotor y divulgador del Gregoriano, Don Ismael Fernández de la Cuesta (con ese nombre, tenía que ser serrano de Neila), que me ayudo a discernir las diferencias entre el canto galicano o céltico, nuestro canto particular mozárabe y el canon gregoriano, procedente de la Abadía francesa de Solesmes. En el cenobio silense consiguió que voces jóvenes y veteranas, llegaran a cantar conservando nuestras raíces mozárabes o gotico-romanas de nuestro gregoriano, como un común armónico, gracias al empaste de voces (habla propiamente de ordenación en triangulo de voces), y de la modulación de los tonos según el contexto singular y litúrgico de lo cantado. Pero vayamos con nuestro motivo principal.  

Adelelme, fue un personaje histórico clave en Castilla, en la España medieval,  y en la articulación de España a través del Camino de Santiago, y en la misma Francia, desde que naciera en Loudum sobre 1035. En esos reinos medievales del norte, se conocería como Adelmo,  o en romance Lesmes.
Adelelme,  había sido soldado en su juventud, procedente de una familia con bastantes recursos, a los que renunció cuando fallecieron sus padres, comenzó una peregrinación  a Roma que acabaría en su ingreso en un Monasterio, como monje regular, en Auvernia (Francia), siendo pronto maestro de novicios, y un hombre muy respetado por su sabiduría y santidad, llegando a ser elegido, -sin que estuviera muy convencido de ser el apropiado-, Abad del Monasterio.  Su fama de hombre cabal, y sus frecuentes milagros, se extendieron por toda la Francia.
La Reina Constanza de Borgoña, segunda esposa del Rey de Castilla y León Alfonso VI, le reclama encarecidamente que acuda en ayuda de la corte, como confesor de los Reyes, para asesorar en el gobierno de Castilla y León, y  para reformar la Iglesia local, seguidora del rito tradicional mozárabe, propio de la frontera con el Islam, con el fin de poner coto a las desviaciones heréticas que se estaban dando, e introducir propiamente el rito franco-romano o carolingio. Accede,  después de numerosos requerimientos, y este humilde monje, - coetáneo del más universal de los burgaleses, el Cid-, ayudara a la gobernanza del reino e incluso acompaña al Rey a tomar la ciudad de Toledo (sus conocimientos ingeniería militar, parece ser, le sirvieron para hallar un vado con el que los cristianos sortearon, en un primer momento, la inexpugnable ciudadela del Tajo).
Afincado ya en Burgos, consigue que el Rey funde el Monasterio de San Juan en 1070, bajo la regla Benedictina, como lugar de acogida a los peregrinos del Camino de Santiago, siendo su primer prior; y en contacto con los problemas de sus moradores, contribuye a desecar la insalubres marismas que rodeaban la ciudad medieval, siendo muy querido por el pueblo y por los peregrinos que llegaban, a los que personalmente curaba sus heridas.
Hoy,  está enterrado en la Iglesia de San Lesmes, donde se celebra su fiesta con el canto solemne del pregón ante las autoridades de la ciudad y de Loudum, siendo esta iglesia una parte del gran monasterio de peregrinos, creado por él, del que recientemente se le ha devuelto la cubierta y que, extramuros de la ciudad, es un referente de la cultura europea.

Pero volvamos al Gregoriano, que es un Canto a una sola voz, llano y anónimo, con intervalos de tono y medio tono, y como música medieval busca un camino hacia la oración, sin necesidad de ninguna indicación, hacia el encuentro con Dios,y que resulta fácil y asequible a los monjes para la recitación, la lectura cantada del solista, sobre el facistol (palabra que procede del franco), y la salmodia del resto de los monjes (posteriormente, se admitiría la simultaneidad de la voces o canto coral). Lo cierto es que cuando lo cantas, tu mente te transporta a ciertos parajes muy cercanos del alma, en la que te aproximas a zonas cercanas al entorno de verdades como la armonía, la belleza, o la misma bondad. Por tu voz, intentas transmitir esos sentimientos de los confines de tu alma, y que hacen tan bella esa salmodia, cantada por voces masculinas tan distintas, pero tan iguales, en una comunidad sin jerarquías  que se fragua en uno solo con el público (la dirección puede corregir el estilo, pero pretender manejar la comunión del canto, es pura vanidad intelectual).  
Estos días me estaba acordando de mis primeros pasos en la música. Solo recibir una primera lección de solfeo, Mosén Josemaría me dijo entusiasmado, tú tienes la voz de Tenor como tu tío José (lo cierto es que su voz era audaz y portentosa, cultivada de extraordinario barítono alto, la mía es más bien clásica y diría que poco brillante).

Mi tío abuelo materno José, que fue becado por la Diputación de Huesca para estudiar canto en Roma (allí conocería al también al gran tenor oscense Miguel Fleta), como recompensa a su magnífica voz, y que regresó muy bien preparado en unos tiempos zozobra y dura fractura social. Una lesión de las cuerdas vocales le impediría el dedicarse profesionalmente al canto, y la dichosa guerra civil, casi acaba físicamente con él, cuando trabajando como camarero en una terraza en Zaragoza, se le ocurrió contestar en italiano a un grupo de Voluntarios Italianos de las CTV,  después de servirles café y oír sus animadas conversaciones, y pensaron que era un espía. Mucho no estaba de acuerdo con sus ideas políticas, más republicanas que otra cosa, pero no era enemigo de nadie. Me acordaré siempre que iba canturreando a todos los sitios, y cuando llegaba a la casa grande de mi abuela, siempre había algún aria de ópera o zarzuela que a distancia nos indicaba su siempre grata visita. Luego, con mi abuela que era muy creyente y nada republicana, la discusión de rigor. Muy amistosa, pero muy firme, sin concesiones, sobre temas existenciales y vitales, políticos o sociales, siempre muy apasionados y locuaces. Yo contemplaba y aprendía en silencio, pero siempre admiré el íntimo respeto mutuo que se procesaban, tan fraternal y muy tolerante, pese a sus profundas discrepancias y acaloradas controversias, siempre se despedían asumiendo que sus posiciones requerían respeto; y que cada uno seguiría pensando lo mismo, lo cual era digno  de admirar, puesto que eran dos caracteres singulares,  contrapuestos y muy representativos de las tensiones ideológicas de la época. En mi memoria, siempre le recordaré cantando el aria de Rigoletto la donna e mobile de Giussepe  Verdi (mia nonna mai) o Una furtiva lágrima de Gaetano Donizetti.

No ejercí de músico nunca, tal vez un personaje silencioso como yo (no canto ni en la ducha), pese a haber estudiado varios años de solfeo de niño, no podía siquiera imaginarlo. Hasta que en mi estancia  imprevista en Soria, comencé en edad ya tardía, a cantar en la Coral Federico Olmeda del Burgo de Osma; y tiene gracia que luego haya continuado en la de San Esteban (por eso de la rivalidad regional, pero sin Gormaz), esta vez en Burgos, y sabe Dios por cuánto tiempo. Lo cierto es que me apasiona la fusión entre el Camino de Santiago,  la tradición San Nicolás de Bari (los pueri cantores,  y la tradición del Obispillo, tan ligada a la figura  de Santa Claus) , la Puerta de Caronería de la Catedral de Burgos, el paso por la capilla del Santo Cristo de Burgos (de nuevo ecos pirenaicos de coro de hombres de Sallent , originario del siglo XII, de su peculiar gregoriano y de los ancestros), y el espacio que debió recorrer el infatigable Maestro de Capilla Federico Olmeda (150 años después de su nacimiento),  por la escalera dorada de Diego de Siloé o la misma Iglesia de San Esteban, levantada en el siglo XIII por ese gran protector de trovadores, y autor de las Cantigas de Santa María (en idioma galaicoportugués, que también he podido afortunadamente cantar), del gran Alfonso X el Sabio.

Lo más gratificante de cantar,  ha sido el reencuentro cultural y apasionado, con autores desde el renacimiento hasta el barroco (cantar la Pasión Según San Mateo de J.S. Bach, tan solo ha sido un reto, que no ha pasado de intentona), con todo su bagaje histórico, sensibilidad artística y riqueza idiomática (desde mi añorado latín, pasando por el alemán, inglés, francés, alemán o ruso, incluso castellano antiguo, o reliquias del pasado como el arameo), y poder hacerlo en escenarios naturales como nuestras magníficas Iglesias, Colegiatas, Catedrales y Monasterios (incluyendo el melodioso gregoriano también).  No solo los escenarios, es un placer el repertorio, su intrahistoria, ligada a grandes autores  españoles (Juan de la Enzina, Antonio de Cabezón o Tomás Luis Vitoria) o de sus homónimos europeos (Van Weerbeke, Jacob Arcadelt, Ghiselin , Alexander Agricola o Palestrina) en una Europa musical , durante el renacimiento, siempre cosmopolita, abierta y universal. También es un placer hacerlo siempre acompañado en el seno de una Institución musical fundada por Juan José Rodríguez Villarroel, como es la Coral de Cámara de San Esteban (154 ex coralistas avalan su solera musical, algunos profesionales como la sensacional Alicia Amo, junto a los músicos de nuestro entorno, y su  director actual, César Zumel, joven y muy reconocido compositor), pero sobre todo al público burgalés que tanto nos acompaña, y apoya, siempre tan entendido y generoso con sus músicos. 


Mi penúltimo paso por la escena es un concierto para coro, solistas y conjunto instrumental, patrocinado por la fundación de la Caixa, entre otros, y dirigido por el gran músico catalán Oscar Peñarroya; supone un repaso a la historia del teatro musical de Broadway, desde sus orígenes hasta nuestros días, a partir de adaptaciones en español de canciones emblemáticas, escritas por los compositores anglosajones más destacados y representativos del género, muchos de ellos tristemente desaparecidos (Bob Fosse, John Kander y Fred Ebbo o el gran Andrew Lloyd Webber).
El recital, con una fuerte componente teatral, nos ha llevado al increíble mundo  del Music Hall más popular del siglo pasado, con un repertorio que va, desde Funny Girl hasta Los Miserables, pasando por piezas emblemáticas de Brigadoon, El violinista en el tejado, Hello Dolly!, Cats, Ragtime, Chicago y Hairspray. Un reto lleno de endorfinas, con un coro de voces jovencísimas con otras más veteranas (de 13 a 60 y pico años, en el que con Let the sun shine in, del musical Hair, hubiéramos vuelto, seguro con Emily a aquellos maravillosos años, o con Alexander Hamilton en un billete de diez dólares tal vez a NYC).

Lo cierto es que ya me he vuelto casi como mi tío José, canturreando por todos lados, cuando estoy de buen humor (no siempre, últimamente estoy en off ), y soñando con subir a los escenarios otra vez. En su honor, quería haber subido en el año en el que los españoles conmemoramos el cuarto centenario de la muerte de Cervantes,  a rememorar en el Capítulo XLIII del Quijote, donde se cuenta la agradable historia del mozo de mulas, que inspiró al malogrado músico burgalés Antonio José, a escribir su inacabada Ópera del Mozo de Mulas. Esta obra, no completa por su insensato fusilamiento en Estepar (Burgos) durante la guerra civil (cuando Orpheo no pudo silenciar el canto de las sirenas de la fratricida guerra), ha sido recuperada y terminada por el maestro burgalés Alejandro Yagüe, pero desafortunadamente, no se va a programar este año, sino el siguiente. Tendremos que homenajear a ambos,  cantando La Misa de Réquiem en re menor, K. 626, del precoz genio de Salzburgo, del gran Wolfgang Amadeus Mozart, (que sensación especial visitar su casa, y ver que actuaba en la ciudad el ex beatle Ringo Starr, con las localidades agotadas), si todo va según lo previsto. El Mozo, no voy a disfrutarlo porque el cervero burgalés,  esta aquejado de verdadero insomnio (Carretero de la Sierra que vende la mula, o es porque tira coz  o cuando va sin nieve recula).

Mi última actuación fue la de Mozart, con las localidades agotadas también en el Fórum de la Evolución,  ahora ya lejos de San Esteban, bajo la batuta del magnífico director londinense Paul McCreesh, y con el acompañamiento del joven conjunto fundadado por el mismo, los  Gabrieli Consort and Players (impresionante la soprano británica Carlotte Beament, con un gran nivel artístico y musical de todos los británicos).


En el breve ensayo que tuvimos con el grupo, pues íbamos ya  muy bien preparados, me hizo gracia el comentario de míster McCreesh, en cuanto al espíritu de la obra. Dicho de otro modo, como debíamos afrontar el Réquiem, y es que debíamos pensar en que estábamos siendo sometidos a un juicio, y que el resultado dependía de nuestra conducta en la vida. La condena, o la salvación (señala a la derecha del escenario al cielo o a izquierda al infierno), era el dilema fundamental, y Mozart en sus últimos días, lo deposita en la fe y en la misericordia divina (nosotros en lo bien que lo expresáramos, con nuestra armonía y sentido musical). La escena de este cuadro de Andrea del Sarto, que se titula el Juicio Final, me recordó ese gran momento (espero que me sirva de recordatorio, y tal vez a algunos de los que estaban allí, que con frecuencia se empeñan en poner cánones a lo sencillo).


No quiero terminar esta pagina musical, sin hacer referencia a un concierto Coral que recientemente oí en Santa Agueda, en la legendaria Iglesia donde se dice Alfonso VI pronunció ante el Cid el famoso juramento. La ensamble liderada por la musicóloga y gran soprano Beatriz Valbuena (oyendo el Laudate Pueri de Tomás Luis de Victoria, me emocioné pensando que la había literalmente crecer), disfrute doblemente oyendo una composición del compositor de Palacios de la Sierra fallecido Alejandro Yague (Y como lloran los lagartos, con esa ancestral ironía serrana) y una pieza dedicada a la Virgen en Latín del Llibre Vermell de Monserrat. Este bondadoso repertorio y el lugar, me enseña el camino que me espera en este desconcertante mundo de la música.


Dedicado a mi madre y mi tía, grandes cantantes de jota, y a mi  tío abuelo y gran Tenor José. Y al la vez al movimiento IV. Allegro con brio, de la Sinfonía nº 7 en La mayor, op. 92, de Ludwig van Beethoven.

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